Veo tu dolor cuando frunces el ceño, tensas los labios y colocas tu cuerpo rígido convirtiéndolo en un muro pétreo. Cuando cruzas los brazos no sé si quieres que me acerque o proteges tu plexo solar de los embates de la vida.
No importa como sea tu cuerpo, ni tu sexo, tampoco importan tus pensamientos y emociones; sólo son el envoltorio que elegiste en la representación de tu vida, de esta vida.
Quizá el aprendizaje aquí te coloque en el papel de víctima y poco después en el de perpetrador; es tan delgada la línea que los separa, que en muchas ocasiones los papeles se intercambian y se entremezclan en una marea de malentendidos y conflictos.
Al llegar aquí nos venden la idea de que para sobrevivir hay que elegir entre ser el vencedor o el vencido. No te lo creas, no hay ningún poder que nos puedan dar ni quitar. Si te fijas bien, no necesitas participar en una guerra de las de acero y metal, bastan tus palabras, tus gestos, tu mirada, para convertir tu vida en un campo de batalla o fluir con tus emociones en un mar de serenidad.
La guerra acaba en el instante en el que tú lo decides, en el momento en el que te permites sentir tu dolor, tomas conciencia de lo que viene a contarte y lo dejas ir con el viento. La contienda finaliza cuando pones límites sanos a la violencia, propia y ajena, cuidas tu tiempo, tu espacio y tu cuerpo, cómo el templo sagrado que es de tu ser.
Créelo, el combate pierde todo su sentido cuando puedes mirar a los demás más allá de sus vulnerabilidades humanas, en el instante en el que el alma se asoma en los ojos del otro y puedes ver el reflejo de la tuya.